
Cada vez que se habla de mano dura, sin importar las circunstancias, algunos sectores reaccionan con recelo al asociar la expresión con prácticas políticas del pasado o con la posibilidad de que agentes policiales la aprovechen como recurso para liberarse de sus vinculaciones con redes delictivas, con la ejecución de supuestos o reales rufianes. Pero es obvio que el temor se exagera cuando se ve la frase como la punta del iceberg de una potencial dictadura.
Tal vez por tratarse de un término propio o relacionado con el léxico castrense, cuando se invoca mano dura se piensa en represión y supresión de libertades. Y es posible que por el ominoso pasado de países que han sufrido regímenes de fuerza se justifique la reserva y hasta el rechazo a una frase que, aunque odiosa, no tiene hoy la misma connotación que en otros tiempos.
Lo ideal sería que esa criminalidad callejera, síntoma de males sociales y económicos más profundos, pueda combatirse en sus raíces. La lucha contra la pobreza, la corrupción, el desempleo y la desorientación deben acompañar cualquier iniciativa seria que se asuma para enfrentar los actos delictivos a todos los niveles.
De la misma manera en que, en lugar de que se aplique la ley, se reclama mano dura contra los asaltantes callejeros, que son los más abundantes y más visibles las huellas que dejan, también hay que pedirla, con la misma o más insistencia, contra los criminales y delincuentes de cuello blanco, cuyos actos no siempre son ni siquiera investigados. Si se quiere consolidar un Estado de derecho se tiene que castigar con la misma vara a todos los que infrinjan las leyes o las normas sociales.
Hoy por hoy, la impunidad es uno de los principales males que corroe el llamado tejido social dominicano. No solo sonados crímenes han quedado sin aclarar, mayormente por encubrimiento de los responsables, sino que abundan los cuantiosos patrimonios injustificables, al menos con los ingresos ordinarios, en nuestros líderes políticos.
La Policía y los cuerpos armados, que son los encargados del orden y la seguridad, han estado permeada por esa corrupción que hace ola. La riqueza mal habida, causante en gran medida de una crisis de valores que ha cobrado cuerpo, se le estruja en la cara a la población sin el menor sonrojo.
Si no hay consecuencias frente a las tropelías de los de arriba ni la clase gobernante coopera con buenos ejemplos y políticas serias para combatir los males sociales, vamos a tener la propagación de esa criminalidad y delincuencia en los de abajo, frente a los cuales se pide mano dura, que suele interpretarse como sinónimo de ejecución. Sin justicia no se combaten los delitos.